Recordar por omisión a Javier Solís

octubre 8, 2012 § Deja un comentario

Luis Miguel Aguilar escribe en 1981 las siguientes líneas de su texto «De Rigo Tovar a Juan Gabriel», leído como parte de un ciclo de conferencias, «La cultura popular», de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, y publicado en la revista Nexos.

LA PUÑALADA RADIOFÓNICA (EN AUSENCIA DE JAVIER SOLÍS)

Pese a su condición de ídolo y su aceptación masiva considerable, lo más significativo de Vicente Fernández es que no pudo superar a Javier Solís, y que fueron inútiles los esfuerzos publicitarios por ponerlo a competir con el Ídolo de Tacubaya. En su papel inconfundible como intérprete de boleros rancheros y morunos, en Javier Solís hay una cualidad perdida o recuperable sólo al escuchar sus discos: una cualidad relacionada extrañamente con la nostalgia de los sastres y los ruleteros cincuentones, con el olor de las tintorerías viejas, con la mujer sentada desde hace media hora en la banca del parque con una bolsa pequeña de plástico y con el hombre de bigotito que llega por ella a las siete de la noche, con la cajera con un diente de oro que creció a la hija por su cuenta; con la revista Confidencias de tiempos mejores; con las loncherías y el cliente habitual, con los hoteles de paso en el viaducto Tlalpan y los choferes de Flecha Amarilla, con la brillantina Glostora y algún silbido solo en el mundo.

Lo que sea esta cualidad, es algo en extinción; algo que habla por la vida cotidiana de muchísima gente con más eficacia y soltura que otra gran cantidad de ídolos del radio que han sido y serán, incluyendo a Jorge Negrete y a Pedro Infante. Es una cualidad sensible como no ha vuelto a verse en el desfile de cantantes, y como cada vez se verá menos en el intercambio urbano de fidelidades amorosas.

Como ídolo, Vicente Fernández, la imagen de Vicente Fernández, sacada de un regreso a los viejos estereotipos, es una incomodidad. El más interesante de sus discos, El hijo del pueblo, muestra a Fernández en la portada con la chaqueta de caporal abierta, con el pelo en pecho, con la hebilla enorme del cinturón, con una silla de montar en las manos, con un caballo atrás, con machete al cinto, y pistola, y un sombrero gigantesco; y su estilo sigue repitiendo los mismos tics de cantante de ranchero: la maldición de las ingratas, estar siempre al borde del rapto, capitalizar los abandonos, declarar su valentía: en efecto, una incomodidad.

En El hijo del pueblo ni siquiera la canción de José Alfredo Jiménez que da título al disco sale bien librada frente a la tiesura de Fernández; más aún, la misma canción, interpretada por él, evidencia en cartón que, en la voz del propio José Alfredo, quería ser otra cosa. Apenas «La Ley del monte», una de las mejores letras de Ferrusquilla, y que junto con «Volver, volver» se volvió el hit más famoso de Fernández, logra mover un poco el cartón de su intérprete. Pero el interés real que pudiera despertar el repertorio de Fernández se da en las canciones del compositor Ramón Ortega Contreras, del que Fernández ha grabado varias. Hay en especial una canción de Ortega Contreras, incluida también en El hijo del pueblo, que merece unas líneas. Se llama «Escuché «Las Golondrinas»»: La canción dentro de la canción. Es conocida e inmejorable la canción de José Alfredo Jiménez donde José Alfredo Jiménez llega a una cantina a pedir una canción de José Alfredo Jiménez, es decir, Jiménez leyéndose a sí mismo. Más modesto, como sabiéndose un Quijote de Avellaneda, Ortega Contreras intentó también su magia parcial con «Las Golondrinas».

Es curioso ver las convenciones de la canción ranchera (hay la inevitable llegada a la cantina a pedir tequilas, etcétera) haciendo ya sus citas y sus referencias clásicas gracias a la modernidad que supone la difusión masiva, en la convicción de que nadie sabe a qué hora le llega su proustiana chilindrina y el desquite retroactivo de la memoria.

Así, lo más interesante de Vicente Fernández casi no tiene que ver con él; es lo que permite, por un lado, recordar por omisión a Javier Solís y asomarse, por el otro, al compositor Ortega Contreras (otra de sus piezas, «La ley de la vida», es todo un catálogo de la selva urbana). En Ortega Contreras hay que saludar al primer lírico ranchero en el que un contra tiempo sentimental no es nada comparado con el poder de una trapera puñalada radiofónica.~

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