También está el silencio en los zaguanes
abril 19, 2014 § Deja un comentario
Este nuestro cancionero murió dos veces: cuando mató a Gabriel Siria Levario, en 1955, y cuando cedió —y se dio— paso al mito javiersolista un 19 de abril de 1966. Se entiende, dicho sea, que el “Javier Luquín” fue sólo un ínter, un tentempié que engañó la lombriz de pocos: los muchos habrían de saciarse con la ambrosía por venir. Con el porvenir.
Solís tiene mucho que ver con sus dos muertes: a ellas se debe, por ellas fue. Con la primera labró su carrera artística; su profesionalismo tuvo que prescindir del nombre de pila (tan amateur) y de aquel insípido Luquín, incluso hasta llegó a inventarse otros lugares de nacimiento (Nogales, Sonora). A Solís nunca le acomodó su origen, es decir, al menos no el que representaba su primer nombre; sus postales personales las llegó a firmar (¿para afirmarse?) con ese otro nombre, y hombre, que se forjó a base de canciones. Solís, Javier Solís, con licencia para cantar.
Aquel abril de 1966 vuelve a morir el de Tacubaya, esta vez en carne y hueso. ¿Espíritu? La condición de Solís, sus circunstancias, estaba ya en todo sentido grabada; aquellas sus metáforas (los cirios, las sombras) se materializaron y junto con sus miles de seguidores lo rodearon en un panteón jardín. Flor perenne desde entonces. Nacía el mito, la leyenda: el tercer gallo, mamá de incontables pollitos, cantaría a partir de entonces para nunca ser negado (¡ay de aquel que lo haga: está escrito!). ¿Quién fue Javier Solís? Sobre todo, lo que sería.
Importa aquél recuerdo, sigan tocando; la muerte, como la noche, acerca agrestes lejanías: acompañen su soledad.
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