En las lentes de otras miradas
julio 1, 2022 § 3 comentarios
La lente de Humberto Zendejas fue la que registró aquella curiosa imagen de un Sinatra con sombrero y un Solís con un Sinatra. Para los javiersolistas tal estampa ha sido la prueba, acaso única, de que un proyecto conjunto estaba por cocinarse. La fotografía es sobre todo prueba del talento de Zendejas, pues es la fecha en que esa, y no otras (donde ambos miren a la cámara, por ejemplo), es la mejor referencia del encuentro y de la estatura, a la par, de ambos cantantes.

Hay más fotos de Solís, y se pueden apreciar en exposición en el Museo del Estanquillo de la ciudad de México. La foto de Sinatra con Solís es parte de la exposición “La mirada oportuna. Humberto Zendejas: fotógrafo de espectáculos” (del 15 de junio al 30 de octubre de 2022); está ahí junto con otras del fotógrafo gracias a Carlos Monsiváis, quien lo “descubrió” en una calle de la ciudad, y desde su encuentro procuró tanto al fotógrafo como a su entonces olvidada obra. También, está la exposición “Monsiváis, el musical”, donde se incluyen un par de retratos de Javier, uno hecho por Zendejas y otro por Armando Herrera, “El fotógrafo de las estrellas”, a quien también en su momento se le recordó con una exposición fotográfica, “Amor Perdido. El bolero de Monsiváis: Imágenes de Armando Herrera”, organizada por el Senado Mexicano y el Museo del Estanquillo.
El escritor Monsiváis, se sabe, era un consumado y variopinto coleccionista, y una de sus manías era la música popular. Tales gustos coinciden con Javier y con esos sus retratos. Carlos escribió sobre Solís (liga), y supo, gracias a gente como Zendejas y Herrera, admirarlo también.~
Al entierro y anexas
agosto 16, 2018 § 3 comentarios
En su recién editado Paseos por la calle de la amargura (Debate, 2018) Guillermo Sheridan da cuenta de una carta (restaurada), fechada en octubre de 1966, de Carlos Fuentes a Octavio Paz. En concreto, Sheridan anota los párrafos que Fuentes eliminó de una edición de tal carta para la Revista Iberoamericana de la Universidad de Pittsburgh. Es larga, y una versión (resumida) se publicó en el portal de Letras Libres, y lo que me interesó en sí fue lo siguiente de Fuentes:
Ochenta mil estudiantes contemplaron con los brazos cruzados la caída del Dr. Chávez. Cien mil personas acudieron, en esa misma época, al entierro de un mariachi y pachuco, Javier Solís.
y la siguiente acotación, a guisa de explicación, de Sheridan:
El popular cantante de música ranchera y anexas Gabriel Siria Levario, cuyo nombre de artista era Javier Solís, que salía en el cine de charro lo mismo que de galán urbano, había muerto en abril.
Curiosa forma de evaluar el peso, rituales y estética incluso, de un personaje como Javier Solís. Curioso también que, por otro lado, recientemente Sheridan se haya preguntado, tras la muerte de Marie José Tramini y el aparente deambular de sus cenizas, «¿Dónde están? ¿a dónde irán a dar? Lo que menos importa, importa», y apuntado enseguida que «No son preguntas baladíes: los rituales funerarios, y los amatorios, son materia prima de la cultura.»
Los seguidores de Javier Solís gustan de sus rituales, cantante incluido, tanto como Fuentes o Sheridan han de gustar de los suyos. ¿Es necesario yuxtaponer la genuina preocupación por las tribulaciones de la vida política y universitaria con el funeral (entierro, escribió Fuentes) de un personaje público, y juzgar tal ritual incluso a través de una torpe comparación estadística del número de asistentes? Se puede expresar lo primero sin necesidad de insultar la pena de los otros ni mucho menos ningunear, volver baladí, al protagonista de aquella (que, por otro lado, ni culpa lleva pues, como dijera Luis Ignacio Helguera, «el velorio es una fiesta sin anfitrión»). Lo mismo puede decirse de la supuesta explicación de Sheridan –Javier Solís no la necesita– que no logra más que hacer eco de lo expresado por Fuentes; tal anexo (y sus anexas) resulta más bien desafortunado.
Queda claro que muy probablemente Javier Solís no entra dentro de los gustos de gente como Sheridan o Fuentes; también, que ambos no pueden expresar un interés por cierto asunto en particular de su universo cultural sin tener que insultar o menospreciar el gusto de la demás gente. Pero ya se dijo, «lo que menos importa, importa».
PS. Una coincidencia: Octavio Paz y Javier Solís murieron un 19 de abril.
La mágica realidad
noviembre 6, 2014 § Deja un comentario
—¡Mañana me caso, mañana! ¡Estoy muy feliz…!
Y comenzó a cantar.
Javier Solís nos canta un cuento de Massimo Bontempelli cuando interpreta “Muchacha bonita” (Manzanero-Molina Montes). Con el mariachi Nacional de Arcadio Elías y los arreglos y dirección de Rafael Carrión y Fernando Z. Maldonado, el tema se incluye en Boleros, boleros, boleros (1963) en penúltimo lugar del lado B. El cuento “El secreto” de Bontempelli se publicó en 1953, junto con otros relatos, en el libro L’amante fedele (ganador del Premio Strega). El cuento trata de lo que va la canción; la canción, con Solís, se escucha como el cuento. Por suerte, el texto está en línea en la página de la Universidad Autónoma del Estado de México, y pongo mejor aquí la liga para que le vayan a dar una leída (que al fin es breve): cuento. También se incluye en una antología de cuento italiano del siglo xx, editada por la UNAM y compilada por Guillermo Fernández. Lo leí ahí hace un par de años y vaya que me gustó. Hoy por la mañana puse a Solís y llegada la “Muchacha bonita” pensé, «¿dónde he leído esto?». La novia de Canuto (supongo a estas alturas que ya fueron a leer el cuento) es, por supuesto, la muchacha bonita: Hilaria. La letra de la canción guarda en su sencillez la historia de alguna Hilaria, pero la interpretación de Solís, ojo, nos revela el secreto en sí de esta particular Hilaria. Solís suprime el tiempo y aun en la letra de la canción —su primera parte— se mencione el fin de la vida de esta nuestra muchacha bonita, es después del puente musical —subrayado con un qué va javiersolista— cuando Solís vuelve a aquellos pentasílabos donde la muchacha bonita de anhelos eternos es en sí la Hilaria de Bontempelli. Dicho de otro modo, así como en el cuento sabemos y seguimos la historia de Canuto e Hilaria, y con el golpe maestro de Bontempelli presenciamos lo fantástico de su historia, así también con la maestría de Solís escuchamos no la historia de una solterona, sino la magia del velo de novia. Ahí, ahí con la novia, Solís enmarcó a la muchacha bonita (acaso como Bontempelli lo hiciera con un «mañana me caso»). Va pues la canción:
Hay otra (igual de) bonita con Solís, y aquí la hemos hablado, esta muchacha bonita es más bien única (incluso para el compositor Molina Montes que cuenta con otra “muchacha bonita” en su cancionero, y otras más registradas en el repertorio de la SACM por distintos autores). No se compara ni siquiera con la de José Alfredo Jiménez, lisonja que supera la composición de Manzanero y Molina Montes, pero que no alcanza la historia, insisto, intepretada aquí con Solís. Él que, como Hilaria, «supo cómo suprimir el tiempo en sí mismo».
La adquisición de la disquisición
agosto 18, 2014 § Deja un comentario
Esta es la segunda vez del ínclito javiersolista Víctor Hurtado Oviedo en la SOLISMANÍA, la primera fue de aniversario. Pareciera que esta otra también recuerda a Solís en un aniversario luctuoso, pero no estoy seguro pues la encuentro en distintas fuentes con fechas diferentes (y editada en el último renglón). A saber. Tomo el texto de por allá, y supongo que la versión final está incluída en Otras disquisiciones (Lapix editores, 2012).
Te amaré toda la vida
por Víctor Hurtado Oviedo
Nada puede el tiempo contra Javier Solís
Los historiadores son serios: solo hablan del pasado porque el futuro no les consta. Hasta prohíben decir: «¿Qué hubiera pasado si…» pues esto sería jugar con los naipes del tiempo. No importa: a escondidas pensemos qué hubiese ocurrido si, hace tantos siglos, cordilleras de hielos no hubieran enlazado los nortes de Asia y de América. Tres respuestas son: 1) no habrían existido Jorge Negrete ni sus pistolas tenoras (si hablan de «las poetas», que hablen de «las tenoras»); 2) no habrían sonado Pedro Infante ni su voz llorada y llorosa; 3) no habría crecido el bolero ranchero porque el varón ilustre que lo elevó a la eternidad (donde ahora él mismo habita) hubiese nacido en los desiertos de Mongolia y hubiera sido un tártaro cantor de las batallas de Gengis Jan.
Había un abolengo pálido y remoto en la cara de Javier Solís. Su pelo cerrado, de luz negra y radiante, oprimía una frente exigua sobre cejas dispersas. Los ojos orientales, las colinas de los pómulos y los bigotes nimios historiaban su estirpe antigua, migrante y gloriosa. Todos los cuerpos hablan; el de Javier Solís dictaba una conferencia sobre el estrecho de Bering.
Se sabe poco sobre la vida privada de Javier Solís. Hay existencias que no alcanzan para una biografía, y entonces los libros deben arbolarse de anécdotas. Empero, anotemos que Javier nació con un nombre difícil (Gabriel Siria Levario) en setiembre de 1931, en la ciudad de México. Para salvarlo del padre de violento alcohol, la madre obsequió al niño al hermano de esta, Valentín, hombre probo, laboral y panadero. Para este recto varón y su esposa, Ángela —sin hijos propios—, Gabriel fue el heredero universal de la nada a manos llenas con la cual el hada de la pobreza había favorecido a los esposos (cuando abunda la pobreza, alcanza para la mayoría: sobre todo para la mayoría).
Gabriel creció en las arduas calles del barrio de Tacubaya, donde se ejerce la redundancia de ser pobre pero honrado, y donde los niños juegan en calles de tierra como ángeles entre nubes de polvo. No terminó la escuela: a los diez años lo arrancaron de ella la muerte de su madre adoptiva y la angustia de ganarse el sustento. Fue un niño prodigio a lo Tercer Mundo: le enseñaron a leer y aprendió a trabajar.
Me pierdo en el entrevero de sus circunstancias. Fue repartidor de pan, lavador de autos y matarife imperceptible de carnicerías triviales. Se casó a los 20 años; se complicó de otros amores de adiós y portazo, y juró lealtades románticas siempre firmes aunque sucesivas. Engendró muchos hijos; no sé cuántos porque a los siete dejé de contar.
No obstante, por sobre todas esas miserias, Gabriel sintió la gravitación suprema de la música. A los 18 años ganaba concursos de canto en míticas carpas de barrio, templos plebeyos de trapo y madera. En una carpa se inventó como intérprete del himno cortante y dolido del tango, bajo el seudónimo casi peluquero de «Javier Luquín».
En lo más central de sus dudas, todo joven oculta un espejo secreto de mentiras cómplices donde le urge admirarse: ante ese reflejo, el bajo se ve alto; el débil, fuerte; el tímido, seductor. Allí está la imagen fastuosa que —sospecha— nunca será. En el espejo indulgente del casi irreal Gabriel Siria se reflejaba este ídolo: Pedro Infante, charro de sonrisa de plata y actor cariñoso de cintas bailables que hacía, de los cines, ingenuos harenes de noventa minutos.
En 1925, Jorge Luis Borges aludió a Diego de Torres Villarroel y lo llamó «provincia de Quevedo» porque Torres escribió hecho una copia vehemente del maestro. Así también, los primeros discos de Javier Solís —quien ya grababa con este nombre glorioso— fueron provincias de Pedro Infante (aunque siempre es mejor ser una provincia de Pedro Infante que la capital de «Luis Miguel»). Pese a todo, las imitaciones de Javier no eran como las de Dean Martin contra Bing Crosby, pues, bajo la postración xerográfica, bullía una voz aleonada que urgía por su libertad.
La vida de Javier se perdía tristísima. El imperioso azar de la pobreza lo había resumido a cantante de bares donde se desataban épicas furiosas en las altas noches tabernarias: cuchillos de preguntas punzantes, navajas de respuestas cortantes, gritos de súbitas genealogías, el énfasis-sorpresa de una silla contra un cuello, y fructuosos botellazos como votos: directos, universales y secretos. Entonces, aunque sus tareas eran la exactísima entonación y el arte, Javier Solís no desdeñaba las misiones de paz entre los hombres y aplacaba almas inquietas con el silogismo bicorne de sus puños.
De pronto, la muerte le obsequió la oportunidad. El 15 de abril de 1957, Pedro Infante murió calcinado en un accidente aéreo, y Javier Solís se aferró a su memoria acreciendo el calco. Fue un error. Impacientes, las compañías disqueras le dieron a escoger entre robarse un estilo propio o marchar hacia la populosa, la siempre lista, la amplísima calle.
Debemos Javier Solís a un padre alcoholizado, a una madre espantada y a dos tíos ejemplares; lo debemos también a don Felipe Valdés Leal, el único músico que creyó siempre en Javier, y quien, a fuerza de consejos, logró que, cierta tarde histórica de 1958, cuando Javier grababa Llorarás, llorarás, de las tiránicas cenizas de Pedro Infante naciera la voz auténtica de Javier Solís.
Del resto se ocupa la Historia. Javier grabó 320 canciones, pero filmó películas que solo degustarán plenamente los críticos que conjunten la finura estética con la piromanía. No importa: el rey inderrocable del bolero ranchero nos legó el viento poderoso de su voz, su timbre de hierro dulce, y su caudal de lágrimas y gozos sobre el que muchos lanzamos la nave valiente y aterrada de la adolescencia.
Javier Solís murió de médico inoperante tras una cirugía de vesícula, el 19 de abril de 1966, y nos dejó a los suyos entregados a la pena erudita de recordar sus discos. Desde entonces, el tiempo ha hecho su especialidad: dar olvido, pero nada puede contra ciertas deudas de la memoria. Tal es mi caso. A los trece años, yo compraba los discos de Javier Solís ante el asombro tanguero de mi padre. Por cantar como Javier, yo hubiese dado diez centímetros de estatura, cuando lo importante era crecer. Él fue uno de esos padres remotos que los jóvenes adoptan cuando se engañan y creen que están solos, y por esto me cayó como un rayo su muerte profunda.
«Te amaré toda la vida», jura la hipérbole de un gran bolero, y ya van treinta y tres años. «¿Que te deje yo? ¡Qué va!».
Nota. Los datos han sido tomados de El señor de «Sombras», biografía en tres fascículos escrita por José Felipe Coria (Editorial Espejo de Obsidiana, México, 1995).~
Un guiño cómplice
abril 21, 2014 § Deja un comentario
Emmanuel Carballo escribe en la Revista de la Universidad de México, agosto 2012, No. 102, sobre el bolero:
Es un registro minucioso de la propiedad perdida, un manual de biología amorosa que aloja especímenes posibles pero no comprobables. Es la ilusión que viaja de contrabando o la desesperanza que se desplaza en camarote de primera. Es la sinrazón. Es la bravata, la injuria o la humildad. Es un lenguaje cifrado que gasta la pólvora en infiernitos o que moja la pólvora para que no estalle el infierno que lleva dentro. Es verdad y mentira, pero una y otra puestas en un contexto más próximo al limbo que al purgatorio. […]
Y el cantante:
Entre emisor y receptor se hallan los intérpretes. El intérprete es un emisor, pero un emisor que canta lo que otros han compuesto. Es decir, un emisor en segundo grado. A través de ellos se establece la comunicación entre creador y espectador. Sin ellos el bolero sería letra muerta. Gracias a su habilidad, a su personalidad, el público recibe lo que necesita escuchar. Y lo recibe de tal modo que el intérprete estará presente en las vivencias que las canciones despiertan en su ánimo, dispuesto a perdonar y a sufrir las consecuencias que ese disco lleva consigo.
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También está el silencio en los zaguanes
abril 19, 2014 § Deja un comentario
Este nuestro cancionero murió dos veces: cuando mató a Gabriel Siria Levario, en 1955, y cuando cedió —y se dio— paso al mito javiersolista un 19 de abril de 1966. Se entiende, dicho sea, que el “Javier Luquín” fue sólo un ínter, un tentempié que engañó la lombriz de pocos: los muchos habrían de saciarse con la ambrosía por venir. Con el porvenir.
Solís tiene mucho que ver con sus dos muertes: a ellas se debe, por ellas fue. Con la primera labró su carrera artística; su profesionalismo tuvo que prescindir del nombre de pila (tan amateur) y de aquel insípido Luquín, incluso hasta llegó a inventarse otros lugares de nacimiento (Nogales, Sonora). A Solís nunca le acomodó su origen, es decir, al menos no el que representaba su primer nombre; sus postales personales las llegó a firmar (¿para afirmarse?) con ese otro nombre, y hombre, que se forjó a base de canciones. Solís, Javier Solís, con licencia para cantar.
Aquel abril de 1966 vuelve a morir el de Tacubaya, esta vez en carne y hueso. ¿Espíritu? La condición de Solís, sus circunstancias, estaba ya en todo sentido grabada; aquellas sus metáforas (los cirios, las sombras) se materializaron y junto con sus miles de seguidores lo rodearon en un panteón jardín. Flor perenne desde entonces. Nacía el mito, la leyenda: el tercer gallo, mamá de incontables pollitos, cantaría a partir de entonces para nunca ser negado (¡ay de aquel que lo haga: está escrito!). ¿Quién fue Javier Solís? Sobre todo, lo que sería.
Importa aquél recuerdo, sigan tocando; la muerte, como la noche, acerca agrestes lejanías: acompañen su soledad.
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Una estética por Monsiváis
septiembre 29, 2012 § 1 comentario
Carlos Monsiváis escribió a diez años de la muerte de Solís en La cultura en México, Siempre! (20.01.76):
Estética de la naquiza IV: Sombras nada más
Una escena cumbre de la estética de la naquiza. En un festival de la Alameda, con motivo de un homenaje al desaparecido cantante de bolero ranchero Javier Solís. Los dolientes: el Mariachi Vargas de Tecalitlán. Escenografía: reclinada sobre una silla, la foto de Solís, con sombrero de charro, en fondo azul. Al fin y al cabo a Javier le hubiera gustado que así fuera, él, cuyo primer nombre fue Gabriel Siria y que pasó de ayudante de carnicero a mariachi de la plaza Garibaldi.
Allí están los ex compañeros de Solís para declamar, cantándole, su historia: hijo del pueblo, entraña nativa, te nos fuiste en plena gloria. Rockefeller empezó colectando clips. Onassis fue dependiente en la Argentina. Javier Solís salió de las instituciones folclórico-recreativas del mundo de Santa María la Redonda, se emancipó de asediar automóviles y desafinar en serenatas y mostrar la fatiga del cantante con lagunas en su repertorio. Yo sólo sé que no me las sé todas. Para el mariachi, Javier Solís es lo que Pedro Infante para los carpinteros y, lo que en alguna época, fue Lupe Vélez para las vicetiples: la seguridad de que chance y ahí viene la buena, chance y salimos de ésta, mi cuate. En la Alameda, los mariachis se fugan y abandonan en el escenario el retrato y a la silla y a la voz de Solís cantando “Sombras”. Y entre lágrimas viviendo el pasaje más horrendo de este drama sin final. ¡Qué importa! La lección estética se ha dado: de un mariachi puede extraerse un Javier Solís. Y la medida de lo que fue y lo que significa un Javier Solís la dan las aspiraciones de sus admiradores. Sombras nada más entre tu vida y mi vida…~
Una pasión por Solís
abril 11, 2012 § 2 comentarios
En Coahuila algo está pasando, y desde ahí nos llegan están líneas del saltillense Alejandro Pérez Cervantes, publicadas hace un año por allá (a razón del 45º aniversario luctuoso de Javier), pero que por supuesto, amén de vigentes, tienen espacio por acá.
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«Pasión de Gabriel Levario»
A mi padre
Hace ya 45 abriles que ingresó para siempre en la sombra. El peruano Víctor Hurtado ha sido uno de sus más precisos retratistas: «Había un abolengo pálido y remoto en la cara de Javier Solís. Su pelo cerrado, de luz negra y radiante, oprimía una frente exigua sobre cejas dispersas. Los ojos orientales, las colinas de los pómulos y los bigotes nimios historiaban su estirpe antigua, migrante y gloriosa. Todos los cuerpos hablan; el de Javier Solís dictaba una conferencia sobre el estrecho de Bering».
Primera Estación
Es condenado: el arduo barrio de Tacubaya lo ve nacer en 1931. Alcohólico terminal, el padre abandona a su familia de cinco hermanos. Poco después, su madre lo encarga con unos tíos, que toda su vida considerará sus únicos padres. Estudia hasta quinto año de primaria. A los 8 años fallece Valentina Levario, su madre adoptiva.
Carga con su cruz: empieza a trabajar transportando legumbres en los mercados. Al mismo tiempo, participa en festivales escolares de canto donde el primer premio era un par de zapatos. Recolecta huesos y vidrios para vender. También se ocupa como panadero, carnicero, payaso de circo y boxeador amateur: oficios que encarnará más tarde en sus películas.
Cae por primera vez: en el Teatro Salón Obrero adopta el alias de “Javier Luquín” y se presenta como cantante de tangos. Ya dentro del género ranchero, en 1955, muta su nombre a “Javier Solís”. Julito Rodríguez, primera voz del trío Los Panchos, lo escucha y lo recomienda para grabar su primer LP. Un extraño suceso retrasa su lanzamiento: durante el sepelio de Pedro Infante, sube a una cripta y a manera de homenaje entona una canción imitando al ídolo de Guamúchil. El gesto es mal visto por productores que retrasan el lanzamiento de su carrera durante varios años.
Se encuentra con su madre: luego de su éxito, ella lo busca y él la reniega. La disquera Columbia promueve el mito de su origen en Sonora, descendiente de una tribu yaqui.
Quinta Estación
Es ayudado: en 1959, por consejo del compositor saltillense Felipe Valdés Leal, abandona su afán imitativo y su carrera experimenta un meteórico ascenso gracias al éxito de “Llorarás, Llorarás”. Se impone como “el Rey del bolero ranchero”, género que había nacido un 23 de abril con “Amorcito Corazón”, tema insignia de su ídolo.
La Verónica le limpia el rostro: tímido hasta la misantropía, se casa por primera vez a los 20 años. Cae otra vez: durante su primera gira por Estados Unidos, graba su primer disco con banda sinfónica. Un álbum que no tiene la mejor aceptación. Consuela a las mujeres: fiel a fidelidades consecutivas, se casa cinco veces, y procrea nueve hijos, los últimos, Gabriel y Gabriela, con una muchacha de 17 años, a la que se une en un ritual yaqui: uniendo sus dos sangres.
Última Estación
Cae por última vez: sus capacidades lo condenan; como personaje de Borges, es capaz de aprender una canción con sólo escucharla una vez. Ya entrado 1965 su carrera entra en un ritmo delirante: graba 320 piezas, a razón de un disco por mes, además de la filmación de 10 películas, incluyendo una versión de Viaje al Centro de la Tierra, rodada en las Grutas de Cacahuamilpa, al lado del gran José Elías Moreno y Kitty de Hoyos, donde su voz resuena desde el centro del mundo.
Es despojado de sus vestiduras: su quebradiza salud lo obliga a interrumpir sus discos emblemáticos: Javier Solís en Nueva York y Tributo a Rafael Hernández, el boricua autor de “Perfume de Gardenias”.
Ascenso a la cruz y descenso: el 13 de abril de 1966 es ingresado al hospital para ser operado de la vesícula biliar. Extrañamente, existen cuatro versiones no comprobadas acerca de su fallecimiento: la operación, una apendicitis mal curada, el olvido de una pinza dentro de su cuerpo, y la más extendida: la omisión del cantante a la prohibición de tomar agua fría tras su operación, causante de un infarto. En la cumbre de su fama, a los 34 años, un testimonio: «rieguen con mucha agua mi tumba, sé que me voy a morir, esto no tiene remedio».
Resurrección
Admirado por monstruos de la talla de Frank Sinatra, sus grabaciones interrumpidas son rescatadas del olvido y remezcladas por su disquera: así surgen celebrados discos como Valses, donde el mariachi de Arcadio Elías acompañó a su portentosa voz, una fuerza de la naturaleza que atravesó la sombra para cimbrar el alma de sus creyentes futuros.
Bardo de las Bardas
«No importa: el rey inderrocable del bolero ranchero nos legó el viento poderoso de su voz, su timbre de hierro dulce, y su caudal de lágrimas y gozos sobre el que muchos lanzamos la nave valiente y aterrada de la adolescencia». Víctor Hurtado~
—Alejandro Pérez Cervantes
Con las canciones de Javier Solís
noviembre 28, 2011 § Deja un comentario
Con las canciones de Javier Solís
es tan fácil perderme con su voz,
por qué negarlo, soy el más feliz.
y decir como aquel Garcés: ¡arroz!,
con las canciones de Javier Solís. Es cosa de admirar cada matiz,
notar cómo me cubre su albornoz,
por qué negarlo, soy el más feliz. Es que percibo cálido barniz
aún en la frialdad del altavoz
con las canciones de Javier Solís. A donde vaya cabe en mi veliz,
Señor de Sombras, luz para mi hoz,
por qué negarlo, soy el más feliz. Es en pocas palabras la raíz,
música, sentimiento tan feroz,
con las canciones de Javier Solís,
por qué negarlo, ¡soy el más feliz!
Javier Solís es el muerto
octubre 25, 2011 § 1 comentario
Ya sólo canta las de Infante. Don Levas quería hacerla de payaso pero la risa ya no le daba y decidió ser vagabundo. Eso sí, de vez en vez chifla las de Solís ¡y claro que le salen rebién! Una vez por poco y hago que cantara una… pero le ganó la nostalgia. Es más, las de Infante más bien las tararea.
Recuerdo aquella noche tras su actuación en Tijuana, nos colamos tu padre y yo a los camerinos y enseguida me reconoció. Me saludó como cuando chamacos y —a saber por qué— ahí luego luego me agarró de cómplice. «Dile a tu chavo que se vaya a ver a las bailarinas, tengo que pedirte algo muy importante», me dijo. Ya solos, yo todavía quería bromear con él al ver la cantidad de chamacas que esperaban en la puerta, « ¡qué bárbaro, quién te viera, allá en la colonia repartiendo la carne y ahora no te das abasto con tanta!». No estaba de humor y me explicó su plan. «Caray, tú sí que te tomas muy a pecho eso de las sombras», dije, e insistió con los detalles del plan. «Será pan comido, si ya ando malo desde hace tiempo con tanto trabajo que me cargan», dijo con amargura, «tú solo te metes en la clínica y que todo sea como de película, y no te olvides de los hielos». Hice lo pactado y dejé que todo tomara su curso. Años después, cuando tú ya tenías unos siete u ocho, lo volví a ver y creo que hasta tú también. ¿Te acuerdas de aquél teporocho que te sacó la pistola nomás porque te le quedaste viendo?, pues el de al lado, el que se la bajó y disculpó con tu padre, era Javier, digo, don Levas, que a partir de ahí volvió a andar sin compañía (como cuando dicen que se le veía en Garibaldi). Ni tu papá lo reconoció, con esas barbas pues ni quién… pero yo sí: los amigos se reconocen hasta sin cara. Por la noche de ese día lo encontré y —como otrora acordamos— no pregunté nada de aquel abril, le invite un taco y si te vi ni me acuerdo. Tú sabes que yo siempre le fui más al Pedro y nunca te dije por qué: es que de esa manera evitaba al mentado Javier. Y mira, ni cuando lo escuchábamos juntos te diste cuenta de lo mucho que tengo que ver con Levas. Claro: Levas, así será siempre para mí, si desde escuincles le decía así, qué acocil o yaqui ni qué ocho cuartos, ¡Levas!, ¡don Levas! Bien ganado ese Levario por su tío Valentín (que no por su madre, eh). El don se lo dije, me acuerdo, en una de esas caravanas Corona donde fui una vez con tu abuela y hasta me la chuleó el condenado: « ¡no se mande, don Levas, no se mande!». ¡Cómo nos reímos! Todo esto para mí es una confesión, ni tu abuela sabe lo que hice, pero tengo la conciencia tranquila. Esa infancia con la palomilla y con el Levas da licencia hasta para jugar con la muerte. Tacubaya nos quedaba chica y a aquél más. Levas todo el rato cantaba, a veces hasta con los puños. Fíjate que le vino bien el Solís: desde siempre era cosa aparte. Las últimas veces que lo vi en la colonia él ya estaba agarrando camino por la artisteada. «Qué suave, Levas», le dije una tarde, «ojalá que te vaya muy bien y en una de esas hasta al Pedrito le llegas». Y ya ves… No sé si eso era parte del plan, lo único cierto es que ya estaba muy cansado de tantos churros de películas y de tantas grabaciones. ¿Cantar? ¡Claro que le gustaba! ¡Para eso nació! Pero, caramba, esa vida de arriba a abajo con cualquiera acaba. Hizo bien el Levas en matar al Solís: sólo los muertos nos seguirán hablando y cantando de cerquita. Tú lo sabes ya, ¿cuántas veces habrás leído estas líneas? A meses de mi muerte me dijiste que un día ibas a escribir sobre Javier. No te dije nada, más bien me puse a pensar en estos párrafos. ¿Sabes a quién le conté? A Levas, por supuesto. Lo vi otra vez, caminando recio, como si el tiempo se hubiera detenido en él, le platiqué un poco de mis achaques y de ti (con él ya sólo se habla de la muchacha que pase al momento o del perro que alimentó el día anterior); me dijo que qué gusto, que no se nos olvidara hablar de los compositores y que no nos metiéramos en su vida personal, que para qué. «No, si es cosa del muchacho nada más», le aclaré. «Ah bueno, mejor aún», dijo. Así que aquí tienes, me declaro culpable de la muerte de Solís. A quién le importa, ni a ti ni al Levas ni a los que lo vean pasar. No te preocupes en buscarlo, ¿a poco crees que podrás dar con él? Qué va, así como solo se hizo de un nombre, también así puede deshacerse de uno o más. Porque yo, como te cuento, únicamente hice lo que él me pidió, lo que él cuidadosamente trazó, yo solamente estuve a las vivas de que no se nos pasara la hora, y entonces sí se nos muriera el muerto; afortunadamente, en la segunda parte del plan, burlamos con facilidad a la gente que aún merodeaba el lugar y aquella madrugada además de mí salieron otros dos del panteón: Levas y su sombra. Apenas llegamos al Camino Real de Minas nos separamos y no lo volví a ver sino hasta aquella vez del teporocho. La última, por cierto, fue antes de que me internaran en el hospital (que es de donde ahora te escribo esto). Me dijo que se iba a Sonora, ya sabes cómo siempre le llamó esa tierra, le deseé suerte y lo vi alejarse por la calle del pueblo, mascando hielo, cargando con el muertito.