Desde el Perú: Víctor Hurtado Oviedo
abril 17, 2006 § 1 comentario
Ayer domingo 16, en vísperas del aniversario luctuoso de nuestro Javier Solís, el diario Perú 21, en su sección Escenarios, publica estas líneas del periodista Víctor Hurtado. ¡De diez!
Perú 21/ Escenarios
Pago de letras: El todopoderoso
Por Víctor Hurtado
Este miércoles 19 se cumplirá el 40º aniversario de la muerte de Javier Solís, rey del bolero ranchero. Recordemos al único, al más grande.
En México, la Muerte es una calavera de tímpano dorado. Se hace la muerta, pero escucha, toda huesos de buen gusto. Tía Calacas, Pelona egoísta, robarnos a los mejores para las serenatas negras que armas allá, en tu rancho grande. Muerte tremenda para el danzón, huesillos calentorros de boleros que repican la clave con los dientes, costillar de puro güiro, cinturita rumbera del espanto, esqueleto romántico hasta el tuétano, mera Muerte secuestratriz y avorazada.
Cuando hay que escoger, la Muerte tiene permiso. Con su índice de piedra amarillenta, la Señora señaló a los tres grandes para que no se le gasten en la vida. «¡Míos son!», dijo, y se los llevó, aún jóvenes, para seguir la juerga a la que nunca irán quienes se pasen de vivos. Jorge, Pedro y Javier dan hoy la nota elegante junto al balcón de las ánimas: tres gallos que estrenan la mañana en coro de oro.
En el principio fue Jorge Negrete, alto y marcial, como el soldado de levita que había sido. Fue el chacho-charro, campirano y maestrante, bizarro e imperioso, tenor-castigador (todo en exceso). Fue el macho subrayado y en negritas. Jorge cantaba bien, pero con aquella tensión de zarzuela que ya declinaba marcando el fin del operismo en el bolero (póstumos años 40). El bolero se arrimaba a la intimidad y huía de la ópera para tornar al barrio. Fue bueno Jorge, pero su tiempo se iba cual los jinetes del último rollo.
Después fue Pedro Infante, risa en sonrisa de plata, seductor ingenuo y rumboso, charro volador con más accidentes que un verbo defectivo, caído por la ley del aire, y convertidor en viuda a una nación entera con su muerte cuando su avión tomó el suelo por asalto.
Bien cantaba Pedro, mas su gracia no fue esta. Su voz salía entonada, pero inmaterial y suave, de anticharro antinegrete. Cantaba mejor en el espacio corto: de corazón a corazón, pues lo suyo no podía ser el ágora plebeya de la serenata a la distancia. En cambio, Pedro fue comediante encantador, el único galán con abuelita (Sara García) y, por tanto, incapaz de hacer el mal ni aunque estuviese en el guion. Cuando Pedro murió, abriéronle el pecho y hallaron un corazón de oro. Se ha perdido. Gobernaba el PRI.
Luego fue Javier; después, el silencio; hoy, la decadencia, o sea, los Fernández. No es que uno procure detestarlos, pero ¡qué mal gritan! Forcejean con las notas. Antes de alcanzar la octava, ya están en las últimas, y es que son como intuitivos para la disonancia. Cacafonean. El Vicente sigue «cantando», lo cual prueba cuánto puede durar un error de juventud, y el transpost-teenager Alejasno -otra víctima del autoaprendizaje- es una irrespirable cantata al libre albedrío de los semitonos. Sépanlo otros elementos, más jóvenes, más ingenuos, más trajinados por las herraduras vocales del potro y el potrillo -por definición, par de animales-. Solo hay un Rey.
Gloria y prez. En abril de 1957, navegados por mariachis, mares de gentes suben la colina donde se alza el Panteón Jardín, de México (Distrito Federal), para enterrar a Pedro, el que más se hizo querer. ¡Oh, golpe inconsulto del destino!
Una foto historió la ceremonia. Docenas de músicos rancheros aparecen de perfil, como mariachi egipcio, cantando hacia la tumba de Pedro Infante, hecha ya la Meca de los sentimientos. ¿A cuál voz maravillosa irá su herencia? En el centro de la foto surge un hombre con un sombrerazo y traje de luto. Canta, y ya parece que ha descendido sobre él la llamarada profética para coronarlo Rey del Bolero Ranchero. Nueve años durará su reino de este mundo, y toda la eternidad, su imperio.
Nuestro Rey había nacido el 1º de septiembre de 1931 en el D. F. y con un nombre difícil, presagio de su vida: Gabriel Siria Levario. La miseria siempre acuna con mano vacía, y Gabriel fue uno de sus engreídos: nunca le negó lo que le falta. El niño, sufragista de la inopia, haría voto de pobreza. Ya aprendería que no hay peor digestión que la que no se hace.
Su asustadiza madre y su borracho padre abandonaron a Gabriel. Lo criaron tía y tío que llevaron la pobreza con la dignidad que recomienda el Catecismo. Ya que esto acerca al cielo, murió la tía (como en el cine), y el tío panadero, quien nunca amasó fortuna, sustrajo a Gabriel de la escuela para que practicase desde abajo el chorreo, que no llega.
Gabriel fue un olvidado olvidado por Buñuel; fue un extra de la vida; fue un hombre llamado para el cielo pues no tenía ni con qué pagar sus pecados; mas, en el fondo de su pobreza sin fondo, Gabriel fue serio y bueno, estepario-solitario, absentista y caviloso, y elocuente cual un mimo al que solo le falta hablar.
Creció en las levantiscas, evangélicas calles, donde siempre es mejor dar que recibir; laboró de mensajero pre-e-mail; llegó a subcirujano de carnicerías banales; ascendió a cargador en el libre mercado; lavó autos intensamente ajenos; hizo eso, más y todo, e hizo lo mejor: cantó. Cantó tangos en carpas de barrio, capillas ardientes de tequila, ante el culto público o el que llegase; mas todo ello ya no importa: faltan catedrales para merecer su voz.
Casose ciertas veces, como si fuera otro hijo de doña Elizabeth, reina de Inglaterra y emperatriz de Irak. Glorificó bares con su canto, donde, con verdades de a puño, ejercía también de Casco Azul ante discordias pulquérrimas -de pulque- surgidas entre objetores de la sobriedad en las altas noches tabernarias. Así iba Gabriel saliendo de pobre, como quien baldea en el desierto.
Una noche luminosa, en el Bar Azteca, oído que lo hubo Julito Rodríguez (un Pancho de los tres), llevolo a grabar discos. Así lo hizo nuestro Rey y trocose el nombre por el hoy eviterno de Javier Solís. Para lograr la perfección total, solo faltaba un exiguo parricidio; es que Javier imitaba a Pedro Infante (aunque, claro, siempre es mejor ser una provincia de Pedro Infante que la capital de «Luis Miguel»).
Cierta tarde vehemente de historia, Javier rompió el breve molde de don Pedro. Entonces sí se le rindió la eternidad; le prosperó el estilo; cantó para edificación de los arcángeles trinadores: suave y fortissimo, íntimo y violento, barítono y tenor, con mariachi y con sinfónica.: ¡lo que usted quiera! En sus diez años de arte absoluto, Javier nos legó 452 temas grabados: corridos, rancheras, hupangos, valses, danzones y, sobre todo -¡sobre todo!-, boleros rancheros que atraviesan el alma. Hay un antes y un después de Javier Solís, pero él es el siempre.
Solo 36 años cursó Javier la vida. Murió de operación de cirujano inoperante el nefasto 19 de abril de 1966. Cada aniversario, Euterpe, enloquecida, se cubre de luto por su voz cantante. De esa tragedia lenta e incesante se cumplirán cuarenta años el próximo miércoles. Quien tenga oídos para oír, no olvide.
La Muerte tiene permiso, mas el Amor tiene memoria. Eternal Javier, Javier altísimo: eres el más grande, eres el todopoderoso. «Joven muere el elegido de los dioses».~
[…] la segunda vez del ínclito javiersolista Víctor Hurtado Oviedo en la SOLISMANÍA, la primera fue de aniversario. Pareciera que esta otra también recuerda a Solís en un aniversario luctuoso, pero no estoy […]